Sulle spalle dei giganti
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Mientras más se ama, más se vive: mientras más caridad, más santidad. Y la consecuencia es que somos más sanos y santos, porque amamos más a los demás. El santo es el héroe que se zambulle en el río del amor de Dios, amándolo en sus creaturas.
Igino Giordani, El Padre Nuestro, oración social. Morcelliana, 1946, págs. 24-25.
Es más difícil la santificación para un laico casado que para un religioso, porque el laico debe santificarse “de a dos”. Unidos en la vida sobrenatural, ambos deben santificarse. Y los hijos, unidos también por los lazos de la sangre, exigen, a la vez que constituyen el hogar. Así las cosas, debemos al final santificarnos colectivamente.
Igino Giordani, La familia, recuerdos y pensamientos. Ciudad Nueva, Roma, 2005, pág. 75.
Pienso en aquel genio de santidad que fue Catalina de Siena: ella hacía ver -y experimentar- que la santidad es de todos; que les interesa a todos y que, en el fondo, les gusta a todos, según la invitación que hizo el Señor a sus discípulos de ser perfectos aquí en la tierra, como es perfecto el Padre del Cielo… Cuando se les propone a los profesionales y a los obreros, hombres y mujeres, emanciparse del subproletariado espiritual para elevarse a las alturas de la contemplación, la respuesta es generosa: la gente tiene hambre de santidad como tiene hambre de pan.
Igino Giordani, La Iglesia de la contestación. Ciudad Nueva, Roma, 1970, pág. 102.
En nuestro tiempo, la riqueza se ha convertido en el objeto, es más, en la fuente de la filosofía y de la política más actual: es el ídolo más adorado; la obsesión por la cual, tanto partidos como gobiernos, están más endemoniados que nunca.
¿Por qué un número tan alto de personas se ha ido de la Iglesia? Porque sienten que está aliada con los ricos. Una actitud franciscana de los sacerdotes y de los laicos podría reconvertirla.
Una persona pobre de espíritu limita sus gastos a las necesidades mínimas de la vida, y a aquellas relativas, condicionadas por su vocación y posición; se abstiene de cualquier gasto lujoso o excesivo; y lo que le sobra lo destina a otros -a los hermanos-no siempre en forma de limosna, que hoy ya está en desuso, pero sí en aumento de productividad, para dar trabajo a los desempleados y para dar más bienes a la sociedad.
Hacerse pobre entre los pobres también significa buscar a Jesús, que está en los pobres: es encontrar un viaducto hacia lo divino desde esta tierra.
Igino Giordani, El Patrono de Italia – San Francisco hoy. Obra Pontifica de la preservación de la fe, 1955, págs. 175-176
Albert Bèguin afirma: “El misterio de la pobreza está en el centro de nuestro Evangelio. ¿Por qué razón, hoy, no nos atrevemos a reconocerlo sin sentir un poco de desagrado, y sin temor a que el vocabulario cristiano sea denunciado como una defensa hipócrita, o como una ofensa a aquellos que -sabemos- son los pobres, pero que no quieren seguir siendo llamados así? La pregunta es enorme y decisiva; pero, sobre todo, angustiante”. (Esprit, 1954, págs. 338-339).
La respuesta es que los pobres están desilusionados. Con el pretexto del Evangelio (“siempre tendrán a los pobres entre ustedes”), muchas veces -en efecto- se han desilusionado de una cristiandad sin cristianismo; así que ahora quieren liberarse, rebelándose en el terreno político, ya sea contra el paternalismo, ya sea contra la religión de la que se reviste; y buscan la “redención” por un camino ateo, fuera del cristianismo. De este modo la pobreza, como reclamaba San Francisco, de ser la soberana del universo, pasó a ser semejante a una viuda desolada, y ha visto a los amigos transformarse en enemigos.
Ellos luchan, mientras que en otro sitio los trabajadores -los pobres- ya han alcanzado la victoria y, por lo tanto, de pobres han pasado a ser potentes.
Igino Giordani, El Patrono de Italia, San Francisco hoy, cit., pág. 177
La Iglesia, sin importar el lugar, quiere que todos sus miembros sean santos; separados del mundo y a la vez comprometidos en él, con un cristianismo integral. San Juan Crisóstomo les decía a los habitantes de Antioquía que los quería como monjes, menos en el celibato; lo mismo quería otro monje, Savonarola, de los florentinos. Ambos anhelaban que los cristianos hicieran su viaje sobre las calles de esta tierra -cosa ardua- como monjes. Sustancialmente, santa Catalina de Siena les enseñaba a todos este ideal monástico; también a los laicos, aconsejándoles que se retiraran en la celda de su propia conciencia, haciendo de ella un refugio para poder, aun en medio de los afanes, las armas y el ruido, recuperar la propia integridad.
Igino Giordani, Signo de contradicción. Ciudad Nueva, Roma, 1964, págs. 254, 255
La Iglesia es un organismo vivo; no podemos estar dentro de ella como miembros muertos. Sin embargo, los daños más graves no le vienen de los perseguidores externos, sino justamente de los flojos que están adentro, los viles, los indiferentes: los tibios.
Igino Giordani, Nosotros y la Iglesia, Ed. A.V.E., 1939, pág. 65
Clero y laicado: un dúo de valores, llamado a unirse en la distinción. Su fuerza redentora está en la mutua colaboración… Catalina nos muestra que aquellas paredes levantadas entre sacerdotes y laicos, entre consagrados y casados, están hechas a base de una neblina que cualquier soplo de viento puede disipar, para hacernos descubrir que se trata de una única familia, una sola comunidad: el único Cuerpo místico de Cristo. Sus deberes son distintos, como distintas son las vocaciones; pero esta diversidad no desgasta, sino que protege la unidad, basada en la igualdad fundamental que nos da el hecho de ser, todos, hijos de un único Padre.
Igino Giordani, “Nueva Humanidad”, No. 210, noviembre-diciembre 2013, pág. 640
No hace falta, Señor, que yo vuelva a hacer la lista de mis necesidades, que es interminable. Basta decir que necesito de Ti.
(Igino Giordani, Diario de fuego, Ciudad Nueva, 1980, pág. 53)
Sesenta y nueve años: llegué a este punto de la vida sin darme cuenta. Me había propuesto muchas cosas a lo largo de este tiempo; y los frutos cosechados son distintos de aquellos que me había propuesto. Se ve que yo cavaba, podaba y hacía estragos: pero el divino Agricultor corregía y vivificaba.
Y me ha hecho ver el fruto de la soledad: pero como silencio y pausa para conversar con Él, para estar con Él. Los hombres se alejaron de mí por razones humanas: pero ante cada separación, Él se acercaba más. Ahora somos Él y yo: el Todo y la nada; el Amor y el amado. Y el diálogo no se interrumpía por las conversaciones con amigos o con clientes… Así, al volverme a las creaturas humanas, lo hacía para amarlas sin esperar ser amado; para servirlas sin esperar ser servido, ni siquiera de los más próximos, natural o sobrenaturalmente, ¡tan cercanos y tan lejanos a la vez! Gracias a ello, lo que parecía un abandono por parte de los hombres se convertía en un reencuentro con Dios -y en Él están los ángeles y los santos, desde María hasta el último fallecido en gracia. Parecía una caída, y era en cambio una elevación al cielo. Una liberación en lugar de una dispersión.
La señorita habló; yo estaba seguro de que iba a escuchar a una propagandista sentimental que iba a hablar de alguna utopía asistencialista. Y, en cambio, desde sus primeras palabras advertí algo nuevo. Había un timbre inusitado en aquella voz: era el timbre de una convicción profunda y segura, que nacía de un sentimiento sobrenatural. Por eso, de golpe, se despertó mi curiosidad y se encendió un fuego dentro de mí. Después de media hora, cuando ella terminó de hablar, me sentí inmerso en una atmósfera fuera de este mundo. Era la voz que, sin darme cuenta, había esperado por tanto tiempo.
Aquellas palabras ponían la santidad al alcance de todos; derribaban los muros que separan el mundo laical de la vida mística. Ponían al descubierto los tesoros de un castillo al cual sólo unos pocos tenían acceso. Acercaba a Dios: lo hacía sentir Padre, hermano, amigo, presente en la humanidad.
Quise profundizar en el tema: cuando me puso al tanto de la vida del Focolar de la unidad -como se llamaba- reconocí en aquella experiencia la realización de un fortísimo deseo de San Juan Crisóstomo: que los laicos vivieran como los monjes, menos en el celibato. ¡También yo había cultivado tanto ese deseo dentro de mí!
Sucedió entonces que aquellos fragmentos de cultura, yuxtapuestos, comenzaron a moverse y a animarse dentro de mí, formando el engranaje de un cuerpo vivo, por el que corría la sangre generosa. La idea de Dios había cedido el puesto al amor de Dios; la imagen ideal, al Dios vivo. En Chiara había encontrado no a una persona que hablaba de Dios, sino que hablaba con Dios: hija que, en el amor, hacía coloquios con el Padre.